Todo lo maravilloso que Julio Cortázar había construído en Rayuela (1963), lo detona en 62 modelo para amar. El ida y vuela temporal, las oraciones perfectamente estructuradas en párrafos largos pero para nada agobiantes, los encantadores personajes con sus ridículas particularidades, las palabras desconocidas o directamente inventadas y las historias que conformaban el universo riquisímo y autosuficiente de Rayuela en 62 modelo para armar se repiten pero para fatigar.
62 modelo para armar tiene un inicio que pareciera no terminar nunca (el libro arranca así y no augura nada bueno, pero uno sigue leyendo porque tiene la esperanza de que alguna vez remonte), sus personajes no son más que nombres en papel gracias a una rebuscada estructura que termina por anularlos bajo el peso de una organización dramática fría y poco atractiva, los momentos ridículos no llegan a ser efectivos y finalmente hay una exagerada muestra de erudición que en Rayuela jamás se imponía por sobre los personajes y aquí los aplasta para quitarles voz propia.
Si bien se la toma como una novela experimental de Cortázar, toda la construcción de la obra es ridícula desde el concepto cortazariano de no tomarse demasiado en serio la trama para evadir la solemnidad (algo que en Rayuela funcionaba) hasta el anclaje en un drama deshilachado que no convence.
Novela falllida, hipertrofriada, algo soberbia, termina siendo un compendio de los defectos que Cortázar decidió dejar de lado en sus obras anteriores.
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