Antonio Ivrea es un profesor de
filosofía que no encuentra su lugar en el mundo a pesar de que puede
desempeñar su profesión a duras penas y tiene formada una familia
con dos hijos. Fortuitamente, el obispado argentino le encargará un
ensayo/informe para que reflexione sobre las diferentes
interpretaciones que del alma tienen algunas religiones mientras puede
participar de una convención religiosa en una universidad de EEUU.
Sin embargo, las cosas no saldrán tan bien como se anuncian y la
vida se entrometerá en sus objetivos.
La construcción de la novela es antojadiza: hay un innecesario narrador testigo que sólo sirve para cerrar algunos capítulos y poco más (mala lectura de Jorge Asís), parrafadas de reflexiones pseudo profundas que pueden funcionar como ilustración (en una clara intención de emular a Il nome della rosa (1980) de Umberto Eco) pero frenan el ritmo agregando muy poco a la personalidad de los personajes y un golpe de suerte final (donde la mujer de Antonio hereda campos y negocios de la madre) que reafirma el círculo social donde se mueve el personaje pero que Pestariño no se detiene a describir más allá de algunos personajes secundarios con ínfulas.
Lastrada por la desmesurada
ambición de Marcelo Pestarino (1954) en presentar una novela culta donde se tocan
todas las (para él) cimas de la alta cultura (Borges, filosofía,
psicología) y los personajes disertan con
afectación como si fueran la típica caricatura de lords ingleses con un monóculo en el ojo derecho. En contraste,
el tono de la novela es casi iniciático, como si el personaje
tuviera diez años menos de los treinta y pico que acusa y cuyos
problemas de adaptación son vistos como una carga del mundo sobre sus hombros y no una tara del personaje a pesar de que en los renglones
de la novela esto se remarca una vez tras otra.
Novela larga y reiterativa, sus resultados quedan sepultados por sus pretenciosidad.
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