Más de mil páginas divididas en dos tomos. Una proeza para cualquier escritor. Pero en este caso la proeza (y mayúscula) es solamente para el lector; y no por lo intrincado del texto o por lo insondable de sus ideas o lo engorroso de sus citas.
El problema aquí es la reiteración.
Urbano en sus primeras cinco páginas deja en claro que los religiosos (en especial los que profesan la religión católica, apostólica y romana, el principal blanco de su crítica) son seres merecedores del chaleco de fuerza, con ningún argumento de peso para justificar la existencia de Dios y plagados de contradicciones. Más allá de estar de acuerdo o no, esos tres ejes expuestos en esas primeras páginas Urbano los repetirá en las casi mil páginas separadas por dos tomos.
Y esto ocurre porque es evidente que Urbano jamás corrigió su obra. En el intento de plasmar el fluir de la mente -inundado de palabras altisonantes y algunas sospechosamente inexistentes- el autor se coloca como un ser esclarecido que trata a los religiosos de la misma manera que él acusa que los religiosos tratan al resto: con soberbia.
Pero esa soberbia, Urbano no la sostiene. Sus ideas no van más allá de una indignación básica que confunde con esclarecida. Lamentablemente, no hay datos del autor como para desentrañar si es la indignación de un joven o de un anciano (los dos márgenes donde puede encajar el origen de su discurso), porque pareciera ser parte de un capricho escrito de un tirón y nada más. También llama la atención la ausencia de un editor que hiciera las correcciones necesarias para evitar todo lo que quedó impreso.
En síntesis, un viaje a riesgo y cuenta del futuro lector.
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